Otra vez hijos de Stanislavski
Carlos Celdrán

 

Tomado de la Mateodora
Revista trimestral de artes escénicas.
No. 2
ENERO/MARZO 99

 

 

Creo que nuestra tradición más sostenida, teatralmente hablando, ha sido la esperimentación. El teatro cubano moderno nace del riesgo y la asimilación de métodos y técnicas. Intenta de golpe ponerse al día en pocos años. Irrumpe en la Modernidad saltando de la nada para ubicarse en el centro de las vanguardias.

Cuando Vicente Revuelta introduce por primera vez en Cuba ejercicios de Stanislavski a finales de los cincuenta y estrena Largo viaje de un día hacia la noche , de O’neill, bajo el prisma del Método, casi simultáneamente pone en escena El alma buena de Se-Chuan a partir de su interpretación del método brechtiano. ¿Cómo entender esta dicotomía en uno de los fundadores de nuestra escena – padre reconocido de tantos directores –, que unos años más tarde – no muchos – sorprende con La noche de los asesinos, de José Triana, texto artaudiano, hijo directo del Teatro de la Crueldad, cuyo montaje se convierte en paradigma de los sesenta y del teatro cubano hasta hoy, o que a finales de la misma década se lanza con Los Doce en una experiencia grotowskiana? Todo de golpe y en un solo maestro. Son, por demás, los mismos actores, los mismos espacios, el mismo público que rápidamente recibe el bombardeo sin distinciones ni etiquetas, sin demarcaciones ni prejuicios. Son, por demás, los mismos críticos y los mismos teóricos. Aquí la Academia será en lo adelante el sitio de experimentación. El centro y lo periférico están aliados, lo comercial y lo alternativo se funden sin paradojas. Nunca hemos distinguido desde entonces qué es exactamente un teatro alternativo y qué es teatro central, cuál es el culto y cuál es el popular. Los grandes éxitos de público han sido puestas en escena sumamente experimentales, “cultas”, repletas de riesgo y experimentación. De hecho han devenido modélicas, “académicas”, sus directores, maestros y sus autores, clásicos vivos: La noche de los asesinos, de Triana y Revuelta, María Antonia, de Eugenio Hernández y Roberto Blanco, son dos ejemplos elocuentes.

Cómo ubicar, de entrada, si no es bajo este prisma, la necesidad de nuevos públicos, espacios y lenguajes del Grupo de Teatro Escambray; a Berta Martínez como directora y actriz – su “extrañeza” peculiar y orgánica - ; a los hermanos Camejo con su teatro de títereres; a Ramiro Guerra y sus coreografías; a Roberto Blanco con sus búsquedas en el teatro total, sus asimilaciones del folklore negro y su interpretación personal de Brecht; a Virgilio Piñera y su dramaturgia – si aplicamos al texto este análisis que hemos hecho a la escena, el resultado es aún más radical. Virgilio es el experimentador permanente, un negador absoluto, y la paternidad que su obra acuña como legado es heterodoxa, inacabada y bocetada - ; y muchos más que incluirían a todo el teatro hasta el presente.
La historia discontinua, muchas veces mutilada y censurada, como todos bien sabemos, de la mayoría de estas líneas de investigación ha impedido que el teatro cubano completara su ciclo de crecimiento. Su camino hacia adelante ha continuado, no obstante, bajo la fragilidad de este sino: empezar siempre. Reiventarlo todo de nuevo. Cada director, cada actor, cada grupo tienen ante sí esta descomunal tarea. Esa es la tradición que nos ha tocado y dentro de ella todos operamos provisionalmente.

Siempre me asombra cuando etiquetan mi trabajo y tratan de ubicarme en una parcela del llamado teatro experimental, dejando por sentado en esta denominación la existencia de un teatro central, establecido, de corte académico, de gran audiencia, con el dominio de un lenguaje respaldado por la tradición, algo así como la Comedia Francesa y el Broadway y el Off-Broadway.

Uno de mis maestros en el Instituto Superior de Arte fue precisamente Vicente Revuelta, y en sus clases se mezclaban ejercicios de Stanislavski, experiencias sicofísicas grotowskianas con ejercicios inventados por él mismo, a la vez que trabajábamos en los montajes de Teatro Estudio, bastión supuestamente académico. Nunca sentí las cosas de ese modo, ya que nunca fueron así. Todo ha estado gestándose de una forma más empírica y flexible.

Nuestro Stanislavski se ha mezclado con todas estas visiones simultáneas que, sin que lo queramos, lo han contaminado de un modo insoslayable. No hay actor en Cuba que sea puramente de una escuela u otra, y eso ha sido lo maravilloso de esta provisionalidad. Durante años trabajé con Flora Lauten, actriz y directora cuya experiencia práctica la llevaba a una alternativa y mezcla continua de escuelas de un modo orgánico. Cuando codirigí con ella La Cándida Eréndira, detecté esto con facilidad en su labor como actriz: el uso del cuerpo y de las máscaras faciales, de los códigos de la gestualidad y de los resonadores, herencia de Grotowski y de Brecht en una sola fragua, y la defensa del personaje, la identificación, el modo de interiorizar, de usar las emociones y la espontaneidad cercanos al método del gran director ruso, hacen de ella una actriz muy cubana. Esto es lo que he sentido frente a muchos de nuestros grandes actores en sus mejores momentos – me refiero a los que he tenido oportunidad de ver - : esa inocencia para mezclarlo todo y ser ellos mismos según la necesidad y el sentido concreto del trabajo. El público también lo ha recibido así, como un todo que no se define, sino que se hace y, lamentablemente, se olvida. Es bueno recordar entonces que gracias a esa voracidad ecléctica de los sensenta se produjeron grandes montajes y excelentes actores y pretender ahora un retorno a la pureza de una técnica, de una escuela, de una poética o de una visión del teatro, es volver a un pasado inexistente y tratar de restablecer a priori una práctica que en verdad debió haber sido más rica que cualquier reducción.

Stanislavski ha funcionado últimamente como tabú, como el coco que te sacan para asustarte cuando te alejas demasiado por un camino. Pero quienes esto pretenden olvidan que él mismo fue un exiliado dentro del Teatro de Arte de Moscú, por sus incansables y no siempre entendidas búsquedas; que fue él quien prohijó a Meyerhold y Vajtangov; y que en nuestro teatro cohabitó con sus preguntas esenciales sobre el arte del actor con los experimentos más radicales sin entrar en discrepancias. Como un loco vemos también a Vicente, visitando todos los frentes mientras en su jerigonza va de Barba, al Living Theater, Artaud, Grotowski, Brecht, a su siempre amado maestro, a su fuente. Prefiero a ese Stanislavski loco, extravagante, rupturista, que peyorativamente retrata Bulgakov en su novela teatral, al padre conminatorio de una tradición del buen decir.

Hacia finales de los años ochenta, una generación nueva comienza a asomar su rostro en la escena cubana. En gran parte provenía del Instituto Superior de Arte, la Escuela Nacional de Arte y la Escuela Nacional de Instructores de Arte. La experimentación llega aquí a un punto álgido. Las suyas son propuestas que redicalizan la balanza. El acento está ahora en el instrumental, en la carga teórica, en los métodos usados. Por un lado las influencias barbianas y grotowskianas, por otro el conceptualismo, la performance de las artes plásticas, las teorías postmodernas. Se hace notoria la línea que separa tipos de teatro, escuelas y tendencias, sobre todo entre estilos de actuación, entre generaciones, entre modelos de enseñaza y aprendizaje. Los autores se repliegan. El público está alerta, entre confundido y excitado. De algún modo lo alternativo toma cuerpo – recuérdense las primeras representaciones de La Cuarta Pared en una casa solariega del Vedado – y lo académico comienza a hacerse necesario como concepto.

Son los finales de una época. La Glasnost, la Perestroika, la caída del muro de Berlín, el Período Especial. Los que llegamos a la primera madurez teatral en esos años descreíamos en la palabra y en sus usos. La palabra para nosotros estaba vacía. La retórica llegó a su nivel más alto. Los valores eran inciertos. La técnica podía ser un sustituto de la veracidad que se escapaba de los gestos y de las posturas, de las medias tintas de un teatro que no podía encarnar su propia utopía. Una técnica que llevara asociada una desciplina como una mística. Ahí había una posible fe en las cosas, un camino para responder y explicar la realidad cambiante. El cuerpo se convirtió en fetiche. El actor era un cuerpo. En sus reacciones, en su exploración había pureza y confesión. La palabra confusa y vigilada frente al cuerpo se exponía con su silencio tácito. El oficio era en sí mismo el teatro posible. Que la crisis económica arrasó con los elencos estables y las porducciones y dejó sólo la pobreza y la mística del cuerpo y la técnica. El público quedó entonces relegado.

¿Tenía o no que pasar el teatro cubano por este istmo? ¿Cuál es el saldo o cuál será, ya que aún estamos tan próximos? Nada ocurre por casualidad. Las reacciones de este tipo se acumulan a través de los años, o mejor dicho, se preparan. Se preparó a una generación para que de algún modo diera su lectura y la dio, cual altos aficionados que jerarquizaron la arqueología del oficio como una especie de resistencia y credo. Pero algo va quedando despejado. Como director y como parte del público siento la urgente necesidad de la apertura. El teatro tiene que ver con la vida, dice Peter Brook, y la vida es la diversidad. Y el teatro de hoy debe rescatar esa vieja tradición de organicidad donde coexistan la necesidad personal y el logro del conjunto.

Lentamente vuelvo a leer al maestro. Ahora sus palabras me resultan más cercanas. El aprendizaje es siempre personal y va en ciclos. Mis preocupaciones son las mismas y son otras. Me gusta revisar con mis actores actuales el concepto de organicidad. Peter Brook dice que el trabajo del actor debe ser verosímil a la vida, pero a una vida teatral que según él, es una condensación de tiempo y espacio, una síntesis de la vida, algo más claro y más lúcido que ella misma. Lucho por encontrar esa verosimilitud y esa claridad en el actor que ayude al público de hoy a ver más nítida su confusa existencia cotidiana.

Estamos preparados quizás para no repetir las trampas de los sectarismos, de los fanatismos, de las dualidades estériles. Que Stanislavski sea entonces ese loco que nunca estuvo conforme y que terminó negándose a sí mismo tantas veces, y no el padre de una tradición pura e intolerante.

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